jueves, 12 de julio de 2012

David Santalla el niño que llenó de magia su soledad


 David Santalla era un niño solitario. Sus dos hermanos mayores no lo incluían en sus juegos y sus padres ya habían perdido la costumbre de comprar juguetes, así que el pequeño tenía que  arreglárselas para divertirse. Cogía piedras a las que pintaba caras y hacía hablar: cada una con una voz distinta.

“Me sirvió para ejercitar la garganta y la imaginación”, dice el comediante que está celebrando 50 años de actividad artística. Una trayectoria que comenzó con la declamación y la “animación de auditorio” en la radio.

Pero mejor ir paso a paso para reconstruir la vida de un hombre que ha hecho reír a varias generaciones con personajes como Toribio o Salustiana.

El pequeño David creció en el barrio de Miraflores, en La Paz. Vivía al final de la calle Villalobos, es decir, en el límite de la urbe con chacras, río Orkojahuira y cerros. “Me encantaba ir a jugar y quemarme con el sol” y volver luego al hogar para ser mimado por su madre, doña Lilí Barrientos Méndez, dama cochabambina casada con el coronel paceño Alfredo Santalla Estrella.

Travieso, las diabluras de David rompían la tranquilidad de la casa y seguramente le alejaban aún más de las actividades de sus hermanos. El cuarto de baño era, pues, el espacio para jugar consigo mismo: ante el espejo, dando vida a personajes diversos. Si no estaba allí, le bastaba una caja que convertía en teatrino, como había visto en los títeres, y los dedos de sus manos. “Les pintaba ojos y boca y les daba una personalidad”. El pulgar era el chico gordito, de voz aniñada, la misma que tendría luego Tato el bachiller, una de sus múltiples creaciones teatrales. “El índice era  el acusete y al mismo tiempo medio llorón y me dio la pauta, años después, para crear a Toribio”.
 
El ejercicio de la memoria
Así crecía el niño, que paralelamente había descubierto la poesía “de tanto escuchar a los declamadores en el Conservatorio Nacional de Música, donde Ignacio Duchén daba clases y mi hermano, al que yo esperaba para retornar a casa, estudiaba piano”. La buena memoria, esencial para un actor, fue perfeccionándose, ya que los poemas que oía los repetía luego (ahora mismo, durante la entrevista, dice los versos poniendo una voz grave).

El cuerpo, delgaducho en principio, fue modelándose en la piscina; “iba a la del estadio Siles cada día, los 365 del año”.

A los diez años de edad, la vida de David dio un giro dramático. “Mi padre, militar de carrera, tuvo que salir al exilio durante la dictadura del MNR (después del 52) y yo decidí ir a buscarlo al poco tiempo”.

El viaje en barco lo emprendió solo. Cuando llegó a Arica, para tomar el barco que le iba a llevar a Santiago, vio a un niño sentado en la arena. Se puso a jugar con él y desde una loma hizo que resbalaran una y otra vez. “El chico se puso a reír a gritos, al grado de que su padre se acercó corriendo. Yo no lo sabía, pero ese niño era autista y hasta aquel día no había reaccionado ante estímulos externos. El hombre quería que me quedase, pero yo no era huérfano y estaba dispuesto a encontrar a mi padre”. 

El excomandante de la Fuerza Aérea se había enterado del viaje de su hijo y fue a su encuentro. “En San Antonio, cuando yo hacía reír a la gente de la tripulación y los pasajeros del barco en el que había viajado ya como una semana, vi un bote acercándose. Iban un militar y un señor al que pronto reconocí como mi padre. Perdí todo el aplomo y me puse a llorar y él conmigo”.

David se quedó en Santiago durante una década. “Mi formación mental la hice allá y nunca me sentí un extranjero; obtuve una beca para estudiar en un colegio donde había 1.500 alumnos, 11 patios, dos canchas, piscina, de todo. No era buen alumno, si ingresé fue por las relaciones de mi padre”. Allí se destacaría como atleta: cultivó  la gimnasia “que entonces se llamaba alemana y luego olímpica, y la natación. Llegué a integrar la selección chilena en estas disciplinas allá por el año 1957”.

Y se subió a un escenario teatral en el colegio, como un personaje secundario en Médico a palos (Moliére). 

Ya como “licenciado en humanidades”, el título del bachiller en Chile, buscó trabajo para ayudar a su padre. La radio le atrajo. “Conocí al maestro Jimmy Brown, ciego, propietario de la emisora La Reina, que emitía música culta. Luego fui a radio Magallanes como encargado de la discoteca y para leer un avisito de vez en cuando, y pasé a radio Bienvenida, donde trabajé (e imité) con Raúl Matas. Así me fui encontrando con  lo que quería ser y hacer”.
 
El retorno del hijo pródigo
Si David se había marchado, siendo un niño, en busca del padre, convertido en un joven volvió a La Paz por el llamado de la madre, que se había cansado de esperar una carta del hijo. “Ella no me escribía tampoco; no es que fuese descariñada, pero quería que yo le enviase una carta primero”. 

“Además, extrañaba Bolivia; pero al llegar no la reconocí y comencé a explorarla con ojos de extranjero. Me llamaba la atención la forma de hablar de las personas de las distintas regiones del país y yo pugnaba por sacar esos acentos; el que más me costó fue el del cochabambino”.

Su padre retornó también al poco tiempo y logró que le reconociesen el grado de general de las Fuerzas Armadas. Esto y las habilidades de David para la gimnasia le valieron al joven el cargo de instructor en el Colegio Militar. “Entré asimismo a trabajar en la radio Méndez, luego de un breve paso por la Amauta, donde era quien ponía discos. En la nueva emisora me cautivó la idea de ser animador de auditorio, pero no había vacancias, así que atendía la discoteca. Cierto día, se cortó la energía eléctrica y, para distraer al público que estaba presente, me puse a hacer bromas. El dueño, Alberto Méndez, me dijo: ‘Tienes que hacer animación’ y me presentó a Hugo Eduardo Pol, un hombre de trayectoria en la radio”.

Así nació, por 1962, una pareja que hizo historia en las ondas radiales, pero también en el teatro y la naciente televisión boliviana (1969): Alí y Babá.

De esos años data el personaje alter-ego de David Santalla: Toribio, el joven de la remera a rayas, muchas veces con orificios de tanto uso, pobretón, de lágrimas fáciles, que se esmera por superarse sin perder la honradez que le caracteriza. Puede ser víctima de los poderosos, pero él no ceja en su empeño de ser una persona que se supera por méritos propios.
 
Cuestión de acentos
“Toribio empezó hablando como alemán”, recuerda su creador. “Lo de llorón  ya lo tenía desde que era un dedo índice con cara; pero la forma de hablar me salía como la de un chileno. Y no por farsante, sino porque los años que viví en ese país me marcaron fuertemente”. No podía disimularlo sino cuando le ponía acento teutón. Pero buscando, probando, finalmente se dio cuenta de que acentuando el tono paceño, quejumbroso, Toribio se hacía creíble y se quedó con esa impronta.

Dos mentes creativas, dos talentos juntos no podían durar mucho más tiempo. “Alguien le dijo a Pol que él era el cerebro y yo el payaso y él se lo creyó. Me lo dijo y yo me di cuenta de que era hora de seguir mi camino solo. Así nació Santallazos”. Y Enredoncio —el hombre cascarrabias que contradice todo cuanto escucha. “Me inspiré en mi hermano Alfredo; él se ríe ahora. Enredoncio es como el paceño que se enreda solito y se desquita contigo. Te acercas a un librecambista y le dices ‘quiero cambiar dólares’ y él te contesta ‘a qué entonces ha venido, pues, ¿a mirarme?’”.

Fue creando más y más personajes por exigencias del argumento de las obras: surgieron así la viejita achacosa, doña Liboria —“otra viejita inspirada en mi abuela”—, el negro Dominguín y tantos otros. También, no pocas veces, para ahorrar dinero. Así nació la imilla Salustiana. Ella debía entrar en algún momento para darle un recado a la patrona y David se vestía de una cholita mezcla de timidez y de osadía que pronto conquistó al público. “Éste me pedía ver a la imilla siempre. Y fue ganando su lugar en la escena”.

El oficio de Santalla, conseguido en los tiempos libres que le dejaba la actuación, es el de constructor civil. “Pero las empresas que me contratan me ponen de inmediato a atender relaciones públicas”, se queja como Toribio.

Lo cierto es que “vivo cien por ciento  del teatro y para el teatro; me fascina”.

Y el público se dejó fascinar por este hombre que lució su talento también en el cine. En 1977, el espectador que fue a buscar al humorista del escenario se topó con un dramático personaje en Chuquiago, la película de Antonio Eguino. Aun hoy, ese burócrata gris al que insufla  vida es de las mejores criaturas que ha dado el cine boliviano.

“El público es la vida en el teatro”, afirma quien acaba de darse un empacho en el Teatro Municipal con Cincuentallazos, actuación acompañada por comediantes como Hugo Pozo, Daniel Travesí, Cacho Mendieta y Ramiro Serrano. “Sin autor no hay argumento, sin actor no hay interpretación; pero sin público no hay teatro”, concluye este hombre al que le sobran ideas.

Una de ellas se relaciona con la televisión. “En la radio, allá por los 60, hice un programa periodístico con humor. Leía noticias y los personajes las comentaban. La empleada decía, por ejemplo, ‘no le hagas caso señora, no puede ser cierto eso’. Sería divertido hacer lo propio con las informaciones de hoy en la Tv”, se ríe David Santalla.